La Asunción de la Virgen María

El Concilio Vaticano II, al final de la Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación sobre María Santísima: "La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo" (n. 59).

El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre la mujer y el dragón. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener -todos nosotros- María no los deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros.

El misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido "atraída" por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha seguido con el corazón y ha entrado con él en la vida eterna, que llamamos también cielo, Paraíso o Casa del Padre.

María ha conocido igualmente el martirio de la cruz: el martirio del alma y el martirio de su corazón. Mientras Jesús sufría en la cruz, ella ha vivido la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha recibido el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de "aquellos que son de Cristo", la primera de los redimidos que ha llegado al cielo.

Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat, que es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, abuelos, abuelas, que han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. María dice: "Proclama mi alma la grandeza del Señor."

Hoy la Iglesia también canta esto y lo canta en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Donde está la cruz, para nosotros los cristianos siempre hay esperanza. Si no hay esperanza, no somos cristianos. Por esto me gusta decir: no os dejéis robar la esperanza. Que no os roben la esperanza, porque esta fuerza es una gracia, un don de Dios que nos hace avanzar mirando al cielo. Y María está siempre allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, vale decir, nosotros; que une el cielo y la tierra, que une nuestra historia con la eternidad, hacia la que caminamos. Amén.

Extractado de una homilía pronunciada por S.S. el Papa Francisco el 15 de agosto de 2013.

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